lunes, 17 de marzo de 2014

Fragmento de Carlos Castaneda



Hoy dejare unos comentarios breves a una lectura muy interesante, son fragmentos del libro Viaje a Ixtlan de Carlos Castaneda.
Leía el otro día y encontré cosas muy interesantes que no había visto cuando lo leí por vez primera, este libro es ciertamente muy recomendable.

Nota: los subrayados y las negritas las anexe para dar algun tipo de comentario y explicacion de lo que puedo ver de las charlas de don Juan y Carlos C.

I.                    LAS REAFIRMACIONES DEL MUNDO QUE NOS RODEA

Sábado, diciembre 17, 1960

Hallé su casa tras largas y cansadas inquisiciones entre los indios locales. Empezaba la tarde cuando llegué y me estacioné enfrente. Lo vi sentado en un cajón de leche. Pareció reconocerme y me saludó cuando bajé del coche.
Intercambiamos cortesías sociales durante un rato y luego, en términos llanos, confesé haber sido muy engañoso con él la primera vez que nos vimos. Había alardeado de mis grandes conocimientos sobre el pe­yote, cuando en realidad no sabía nada al respecto. Se me quedó mirando. Sus ojos eran muy amables.
Le dije que durante seis meses había estado leyendo con el fin de prepararme para nuestro encuentro, y que ahora sí sabía mucho más.
Rió. Obviamente, había algo en mis palabras que le parecía chistoso. Se reía de mí, y yo me sentí algo confuso y ofendido.
Pareció notar mi desazón y me aseguró que, pese a mis buenas intenciones, no había en realidad ningún modo de prepararme para nuestro encuentro.
Me pregunté si sería conveniente preguntarle si esa frase tenía algún sentido oculto, pero no lo hice; sin embargo, él parecía estar a tono con mi sentir y procedió a explicar a qué se refería. Dijo que mis esfuerzos le recordaban un cuento sobre cierta gente que, en otro tiempo, un rey había perseguido y ma­tado. Dijo que en el cuento los perseguidos sólo se distinguían de los perseguidores en que los primeros insistían en pronunciar ciertas palabras de un modo peculiar, propio solamente de ellos; esa falla, por supuesto, los delataba. El rey cerró los caminos en puntos críticos, donde un oficial pedía a todos los que pasaban pronunciar una palabra clave. Quienes la pronunciaban igual que el rey conservaban la vida, pero quienes no podían eran muertos en el acto. El meollo del cuento es que cierto día un joven decidió prepararse para pasar la barrera aprendiendo a pro­nunciar la palabra de prueba en la forma en que al rey le gustaba.
Don Juan dijo, con ancha sonrisa, que de hecho el joven tardó "seis meses" en aprenderse la pro­nunciación. Y luego vino el día de la gran prueba; el joven, con mucha confianza, se acercó a la barrera y esperó que el oficial le pidiese pronunciar la pa­labra.
En ese punto, don Juan interrumpió muy dramá­ticamente su relato y me miró. Su pausa era muy estudiada y me pareció algo cursi, pero seguí el juego. Yo había oído antes la trama del cuento. Tenía que ver con los judíos en Alemania y con la forma en que podía saberse quién era judío por la pronuncia­ción de ciertas palabras. También conocía el remate del chiste: el joven era atrapado porque el oficial olvidaba la palabra clave y le pedía pronunciar otra, muy similar, pero que el joven no había aprendido a decir correctamente.
Don Juan parecía esperar que yo preguntara qué había sucedido, de modo que lo hice.
-¿Qué le pasó? -pregunté, tratando de sonar in­genuo e interesado en la historia.
-El joven, que era todo un zorro -dijo él-, se dio cuenta de que el oficial había olvidado la palabra clave, y antes de que le pidieran decir cualquier otra, confesó que se había preparado durante seis meses.
Hizo otra pausa y me miró con un brillo malicioso en los ojos. Esta vez me había cambiado la partida. La confesión del joven era un nuevo elemento, y yo ya no sabía cómo acabaría el relato.
-Bueno, ¿qué pasó entonces? -pregunté con ver­dadero interés.
-Lo mataron en el acto, por supuesto -dijo él y estalló en una risotada.
Me gustó mucho la forma en que había atrapado mi interés; sobre todo, me agradó cómo había ligado el cuento con mi propio caso. De hecho, parecía ha­berlo construido a mi medida. Se burlaba de mí con mucho arte y sutileza. Reí junto con él.
Después le dije que, por más estupideces que yo dijera, me interesaba realmente aprender algo sobre las plantas.

Ojala, apreciable lector, notes que a veces uno habla por hablar, sin saber, nomas nos enredamos con nuestras mentiras. El ego siempre quiere demostrar que sabe algo, aunque no sepa. Cuando sea asi, mejor guarda silencio. No pasa nada. Acepta que hay momentos en que es mejor callar y aprender antes que decir cualquier estupidez.
-A mí me gusta caminar mucho -dijo.
Aquellos que han tenido la oportunidad de ir con algún brujo del peyote sabrán que o caminas o caminas y es una advertencia que le dan a Carlos… te hare caminar, tu sabrás si aceptas o no.

Pensé que cambiaba deliberadamente el tema de la conversación para evitar responderme. No quise antagonizarlo con mi insistencia.
Me preguntó si me gustaría acompañarlo a una corta caminata por el desierto. Le dije con entusiasmo que me encantaría caminar en el desierto.

Corta, de 2 o 3 horas en el desierto, más el regreso, claro está.

-Esto no es un paseo de campo -dijo en tono de advertencia.

No vienes con tu novia de paseo.

Contesté que tenía deseos muy serios de trabajar con él. Dije que necesitaba información, cualquier tipo de información, sobre los usos de las hierbas medicinales, y que estaba dispuesto a pagarle su tiempo y su esfuerzo.

Esta es la mente occidental hablando, la mente mecánica. Necesito algo y lo voy a pagar con dinero. Usted es un Indio y yo un hombre de Universidad. Tengo dinero. Esto debió pensar Carlos al proponer esta tontería.

-Estaría usted trabajando para mí -dije-. Y le pagaré un sueldo.

La mente de nuevo, ilusamente le hace saber que pagara su servicio. Y además le insinúa que trabajara para el. El viejo brujo debió darse cuenta de toda la idiotez que tramaba Carlos, el brujo don Juan sabe que esta hablando el ego y entonces le hace una broma para ver que mas hay en Carlos, le contesta esto:

-¿Qué tanto me pagarías? -preguntó.
Detecté en su voz un matiz de codicia.

Le hizo creer que era codicioso, lleva la broma a mayor profundidad, hasta el limite.

-Lo que a usted le parezca apropiado -dije.

Viejo interesado, pensó.

-Págame mi tiempo... con tu tiempo -dijo él.

No te esperabas un pago de esa forma. Directo a la mente programada, simplemente no entendió el truco, el juego, ahora esta atrapado, para saber, tendrás que pagar con tu tiempo. Algo así como, comprometerte. Si Carlos pagara dinero, en cualquier momento diría: me marcho, es suficiente, yo tengo el control, estoy pagando. Pero el viejito sabia, así que lo agarro por donde no había salida, compromiso real.

Pensé que era un tipo de lo más peculiar. Declaré no entender a qué se refería. Repuso que no había nada qué decir acerca de las plantas, de modo que no podía ni pensar en aceptar mi dinero.

En realidad no hay nada que decir, hay que vivir.

Me miró penetrantemente.

-¿Qué haces en tu bolsillo? -preguntó, frunciendo el entrecejo-. ¿Estás jugando con tu pito?
Se refería a que yo tomaba notas en un cuaderno diminuto, dentro de los enormes bolsillos de mi rompevientos.
Cuando le dije lo que hacía, rió de buena gana.
Expliqué que no deseaba molestarlo escribiendo frente a él.

-Si quieres escribir, escribe -dijo-. No me molestas.

Al fin no te diré nada de lo que buscas, no como tú quieres.

 Caminamos por el desierto en torno hasta que casi era de noche. No me mostró ninguna planta ni habló de ellas para nada. Nos detuvimos un momento a descansar junto a unos arbustos grandes.
-Las plantas son cosas muy peculiares -dijo sin mirarme-. Están vivas y sienten.
En el momento mismo en que hizo tal afirmación, una fuerte racha de viento sacudió el chaparral de­sértico en nuestro derredor. Los arbustos produjeron un ruido crujiente.
-¿Oyes? -me preguntó, poniéndose la mano iz­quierda junto a la oreja como para escuchar mejor-. Las hojas y el viento están de acuerdo conmigo.
Reí. El amigo que nos puso en contacto ya me había advertido que tuviera cuidado porque el viejo era muy excéntrico. Pensé que el "acuerdo con las hojas" era una de sus excentricidades.
Caminamos un rato más, pero siguió sin mostrarme plantas, y tampoco cortó ninguna. Simplemente ca­minaba con vivacidad entre los arbustos, tocándolos suavemente. Luego se detuvo para sentarse en una roca y me dijo que descansara y mirase alrededor.
Insistí en hablar. Una vez más le hice saber que tenía muchos deseos de aprender cosas de las plantas, especialmente del peyote. Le supliqué que se convir­tiera en informante mío a cambio de alguna recom­pensa monetaria.

-No tienes que pagarme -dijo-. Puedes pregun­tarme lo que quieras. Te diré lo que sé y luego te diré qué se puede hacer con eso.

Me preguntó si estaba de acuerdo con el arreglo. Yo me hallaba deleitado. Luego añadió una frase críptica:

Imagina la cara de Carlos, pensando algo como: este viejo loco, me dará toda la información que quiero, sin pagarle nada. Sus ojitos deben haber brillado, todo gratis. Otra vez no se da cuenta que le están diciendo, te vas a tener que comprometer. Ni modo, Carlos era muy iluso.

 -A lo mejor no hay nada que aprender de las plantas, porque no hay nada que decir de ellas.
No comprendí lo que había dicho ni a qué se re­fería.
-¿Cómo dice usted? -pregunté.
Repitió su afirmación tres veces, y luego toda la zona se estremeció con el rugido de un aeroplano de la Fuerza Aérea que pasó volando bajo.
-¡Ya ves! El mundo está de acuerdo conmigo -dijo, llevándose la mano izquierda al oído.
Me resultaba muy divertido. Su risa era contagiosa.
-¿Es usted de Arizona, don Juan? -pregunté, en un esfuerzo por mantener la conversación centrada en la posibilidad de que fuera mi informante.
Me miró y asintió con la cabeza. Sus ojos parecían fatigados. Se veía el blanco debajo de las pupilas.
-¿Nació usted en esta localidad?
Asintió de nuevo sin responderme. Parecía un gesto afirmativo, pero también el asentimiento nervioso de alguien que está pensando.
-¿Y tú de dónde eres? -preguntó.
-Vengo de Sudamérica -dije.
-Es grande ese sitio. ¿Vienes de todo él?
Sus ojos me miraban, penetrantes de nuevo.
Empecé a explicar las circunstancias de mi naci­miento, pero me interrumpió.
-En esto nos parecemos -dijo-. Yo ahora vivo aquí, pero en realidad soy un yaqui de Sonora.
-¡No me diga! Yo soy de . . .
No me dejó terminar.
-Ya sé, ya sé -dijo-. Tú eres quien eres, de donde eres, igual que yo soy un yaqui de Sonora.
Sus ojos relucían y su risa era extremadamente inquietante. Me hizo sentir como si me hubiera atra­pado en una mentira. Experimenté una peculiar sen­sación de culpa. Tuve el sentimiento de que él co­nocía algo que yo no sabía o no quería decir.
Mi extraña incomodidad creció. Debe haberla ad­vertido, porque se puso en pie y me preguntó si quería ir a comer en una fonda del pueblo.
Caminar de regreso a su casa, y luego el viaje en coche al pueblo, me hizo sentirme mejor, pero no me hallaba completamente relajado. De algún modo me sentía amenazado, aunque no podía precisar el motivo.
En la fonda, quise invitarle a una cerveza. Dijo que nunca bebía, ni siquiera cerveza. Reí para mis aden­tros. No le creía; el amigo que nos puso en contacto me había dicho qué "el viejo andaba perdido de borracho casi todo el tiempo". En realidad no me importaba que me mintiera diciendo que no bebía. Me agradaba; había algo muy tranquilizante en su persona.
Debí haber tenido una expresión de duda en el rostro, pues él pasó a explicar que de joven le daba por la bebida, pero que un buen día la había dejado.
-La gente casi nunca se da cuenta de que podemos cortar cualquier cosa de nuestras vidas en cualquier momento, así nomás -chasqueó los dedos.

-¿Piensa usted que uno puede dejar de fumar o de beber así de fácil? -pregunté.
Seguro! -dijo con gran convicción-. El cigarro y la bebida no son nada. Nada en absoluto si quere­mos dejarlos.

En el mundo de un brujo, dejar el cigarro o la bebida son cosas de todos los días, no hay ningún problema, no representan nada. En cambio en el mundo de todos los días hay hasta centros de rehabilitación y casas de encierro para poderlos dejar, muchas veces no se logra.
Don Juan le está diciendo entre líneas a Carlos que para poder saber va a tener que dejar el cigarrito y la bebida.

En ese mismo instante, el agua que hervía en la cafetera hizo un ruido fuerte y vivaz.
 -¡Oye! -exclamó don Juan, con un brillo en los ojos-. El agua hirviendo está de acuerdo conmigo.
Luego añadió, tras una pausa:
-Uno puede recibir acuerdos de todo lo que lo rodea.
En ese momento crucial, la cafetera produjo un gorgoteo verdaderamente obsceno.
Don Juan miró la cafetera y dijo suavemente: "Gracias"; asintió con la cabeza y luego estalló en carcajadas.
Me desconcerté. Su risa era un poco demasiado fuerte, pero yo me divertía genuinamente con todo aquello.
Mi primera sesión propiamente dicha con mi "in­formante" llegó entonces a su fin. Se despidió en la puerta de la fonda. Le dije que tenía que visitar a unos amigos, y que me gustaría verlo de nuevo a fi­nes de la semana siguiente.
-¿Cuándo estará usted en su casa? -pregunté.
Me escudriñó.
-Cuando vengas -repuso.
-No sé exactamente cuándo pueda venir.
-Pues ven y no te preocupes.
-¿Y si usted no está?
-Allí estaré -dijo, sonriendo, y se alejó.
Corrí tras él y le pregunté si podría llevar conmigo una cámara para tomar fotos suyas y de su casa.
-Eso está fuera de cuestión -dijo con el entre­cejo fruncido.
-¿Y una grabadora? ¿Le molestaría?
-Me temo que tampoco de eso hay posibilidad.
Me molesté y empecé a agitarme. Dije que no veía ningún motivo lógico para su rechazo.
 Don Juan movió la cabeza en sentido negativo.
Olvídalo -dijo con fuerza-. Y si todavía quie­res verme, no vuelvas a mencionarlo.
Presenté una débil queja final. Dije que las fotos y las grabaciones eran indispensables para mi trabajo. Él respondió que sólo una cosa era indispensable para todo lo que hacíamos. La llamó "el espíritu".

-No se puede prescindir del espíritu -dijo-. Y tú no lo tienes. Preocúpate de eso y no de tus fotos.

Esta es la profundidad de don Juan, solo el Espíritu es imprescindible, el tener corazón, el unirte al todo, sentirlo. Así la humanidad debería estar preocupada, por recuperar su espíritu, no por sus fotos en el facebook o el twiter y esos servicios donde la gente sube cantidad de tonterías que no sirven para nada, solo para presumir y exhibirse. Todos sin espíritu, todos adormecidos sin ningún sentido de vida, sufriendo, exaltando sus vidas en el alcohol y las drogas, presumiendo el físico, prostituyéndose baratamente. Pero ya lo dijo don Juan aquí, lo que necesitamos es espíritu, no fotitos.

-¿A qué se... ?
Me interrumpió con un ademán y retrocedió algu­nos pasos.
-No te olvides de volver -dijo con suavidad, y agitó la mano en despedida.

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