Hoy dejare otros comentarios breves a una
lectura muy interesante, son fragmentos del libro Viaje a Ixtlan de Carlos Castaneda.
Nota:
el subrayado y las negritas las anexo para resaltar alguna parte de la conversación.
En esta ocasión puedo adelantar que el viejito es un maestro para burlarse de
Carlos. No pare de reír a lo largo de este capítulo.
Disfrútenlo.
II. BORRAR LA HISTORIA PERSONAL
Jueves, diciembre
22, 1960
DON JUAN estaba
sentado en el suelo, junto a la puerta de su casa, con la espalda contra la
pared. Volteó un cajón de madera para leche y me pidió tomar asiento y ponerme
cómodo. Le ofrecí unos cigarrillos. Había llevado un paquete. Dijo que no
fumaba, pero aceptó el regalo. Hablamos sobre el frío de las noches del
desierto y otros temas ordinarios de conversación.
Le pregunté si no
interfería yo con su rutina normal. Me miró como frunciendo el entrecejo y repuso
que no tenía rutinas, y que yo podía estarme con él toda la tarde si así lo
deseaba.
Yo había preparado
algunas cartas de genealogía y parentesco que deseaba llenar con ayuda suya.
También había compilado, a través de la literatura etnográfica, una larga
serie de rasgos culturales pertenecientes, se decía, a los indígenas de la
zona. Quería revisar con él la lista y marcar todos los elementos que le fuesen
familiares.
Empecé con las
cartas de parentesco.
-¿Cómo llamaba
usted a su padre? -pregunté.
-Lo llamaba papá
-dijo él con rostro muy serio.
Aquí empieza a burlarse de Carlos, delicadamente.
Me sentí algo
molesto, pero procedí sobre la suposición de que no había comprendido.
Inmediatamente se molesto, el ego de Carlos es
notable. Además de molestarse debió pensar algo como: viejito pendejo, no
entiende nada, tendré que explicarle las cosas. Empieza:
Le mostré la carta
y expliqué: un espacio era para el padre y otro para la madre. Di como ejemplo
las distintas palabras usadas para padre y madre en inglés y en español.
Imagina la cara del brujo oyendo su explicación, debió
aguantarse la risa enormemente.
Pensé que tal vez
habría debido empezar por la madre.
-¿Cómo llamaba
usted a su madre? -pregunté.
-La llamaba mamá
-repuso con tono ingenuo.
Y con el mal humor de Carlos y el brujo haciéndose pasar
por idiota, no imagino el enojo de uno y la risa del otro. ¿Qué hacia el brujo
contestando tontamente? Fácil, sacarlo de sus casillas, le estaba enseñando que
era un hombre iracundo.
-Quiero decir,
¿qué otras palabras usaba usted para llamar a su padre y a su madre? ¿Cómo los
llamaba usted? -dije, tratando de ser paciente y cortés.
Carlos pensaba: es tan tonto que tuve que explicarle con mas detalle.
-Se rascó la cabeza
y me miró con una expresión estúpida.
El viejito, don Juan, esta por culminar de hartar a
Carlos, adopta una pose de idiota, de no entender y con una cara de estúpido le
dice:
-¡Caray! -dijo-. Me
la pusiste difícil. Déjame pensar.
Tras un momento de
titubeo, pareció recordar algo, y yo me dispuse a escribir.
Por fin dirá algo importante, Carlos estaba listo
para escribir, pero no sabia lo que tenían para él, así que don Juan le dice:
-Bueno -dijo, como
inmerso en serios pensamientos-, ¿de qué otra forma los llamaba? ¡oye, oye,
papá! ¡Oye, oye, mamá!
Reí contra mi
voluntad.
Su expresión era verdaderamente cómica y en ese momento no supe si era un
viejo absurdo que me jugaba bromas, o si en verdad era un simplón. Usando
cuanta paciencia había en mi, le expliqué que éstas eran preguntas muy
serias, y que para mi trabajo tenía gran importancia llenar los
formularios. Traté de hacerle comprender la idea de una genealogía e historia
personal.
En este punto, Carlos estaba encabronadísimo, eran
preguntas muy serias y el viejo se reía de el y de ellas.
-¿Cuáles eran los
nombres de su padre y su madre? -pregunté.
Él me miró con ojos
claros y amables.
Primero se hizo el idiota, actuó magistralmente para
que Carlos se sintiera superior, importante y que su ego se ensalzara, al final
lo pone en su lugar.
-No pierdas tu
tiempo con esa mierda -dijo suavemente, pero con fuerza insospechada.
No supe qué decir;
parecía que alguien más hubiese pronunciado esas palabras. Un momento antes, don
Juan había sido un indio estúpido y destanteado rascándose la cabeza, y de
buenas a primeras había cambiado los papeles. Yo era el estúpido, y él me
contemplaba con una mirada indescriptible que no era de arrogancia, ni de
desafío, ni de odio, ni de desprecio. Sus ojos eran claros y bondadosos y penetrantes.
Así de fácil, don Juan, le demostró que era un estúpido.
-No tengo ninguna
historia personal -dijo tras una larga pausa-. Un día descubrí que la historia
personal ya no me era necesaria y la dejé, igual que la bebida.
Yo no acababa de
entender el sentido de sus palabras. Le recordé que él mismo me había
asegurado que estaba bien hacerle preguntas. Reiteró que eso no lo molestaba en
absoluto.
-Ya no tengo
historia personal -dijo, y me miró con agudeza-. La dejé un día, cuando sentí
que ya no era necesaria.
Esta diciendo: deje el Yo. Me hace pensar que está
hablando a algo similar a lo que dice el Buda sobre que no existe un Yo inherente
a la existencia.
Me le quedé viendo,
tratando de detectar los significados ocultos de sus palabras.
-¿Cómo puede uno
dejar su historia personal? -pregunté en tono de discusión.
-Primero hay que
tener el deseo de dejarla -dijo-. Y luego tiene uno que cortársela armoniosamente,
poco a poco.
-¿Por qué iba uno a
tener tal deseo? -exclamé.
Yo tenía un apego
terriblemente fuerte a mi historia personal. Mis raíces familiares eran
hondas. Sentía, con toda honradez, que sin ellas mi vida no tendría continuidad
ni propósito.
-Quizá debería usted decirme a qué se refiere
con lo de dejar la historia personal -dije.
-A acabar con ella,
a eso me refiero -respondió cortante.
Insistí en que sin
duda yo no entendía el planteamiento.
-Usted, por ejemplo
-dije-. Usted es un yaqui. No puede cambiar eso.
-¿Lo soy? -preguntó
sonriendo-. ¿Cómo lo sabes?
-¡Cierto! -dije-.
No puedo saberlo con certeza, en este punto, pero usted lo sabe y eso es lo que
cuenta. Eso es lo que hace que sea historia personal.
Sentí haber
remachado un clavo bien puesto.
-El hecho de que
yo sepa si soy yaqui o no, no hace que eso sea historia personal -replicó él-.
Sólo se vuelve historia personal cuando alguien más lo sabe. Y te aseguro que
nadie lo sabrá nunca de cierto.
Magistral. Se vuelve historia personal cuando
alguien más lo sabe. Así que pregúntate ¿de qué sirve andar contando tu vida a
todo el mundo? Se silencioso.
Yo había anotado
torpemente sus palabras. Dejé de escribir y lo miré. No podía hallarle el modo.
Repasé mentalmente las impresiones que de él tenía: la forma misteriosa e
insólita en que me miró durante nuestro primer encuentro, el encanto con
que había afirmado recibir corroboraciones de todo cuanto lo rodeaba, su
molesto humorismo y su viveza, su expresión de auténtica estupidez
cuando le pregunté por su padre y su madre, y luego la insospechada
fuerza de sus aseveraciones, que me había partido en dos.
Don
Juan estaba dando una clase impresionante sobre la mente lineal y programada, pues siempre
espera consistencia de la gente. Si eres malo siempre espera maldad, si eres
tonto espera tonterías, pero don Juan es todo al mismo tiempo, pasa de ser
tonto a ser chistoso, a ser certero en sus palabras, es encantador y tranquilo.
Carlos no sabe que está pasando, su mente se parte en dos, no sabe con quién
esta.
-No sabes quién
soy, ¿verdad? -dijo como si leyera mis pensamientos-. jamás sabrás quién
soy ni qué soy, porque no tengo historia personal.
Hasta miedo debió sentir el pobre Carlitos.
Me preguntó si
tenía padre. Le dije que sí. Afirmó que mi padre era un ejemplo de lo que él
tenía en mente. Me instó a recordar lo que mi padre pensaba de mí.
-Tu padre conoce
todo lo tuyo -dijo-. Así pues, te tiene resuelto por completo. Sabe quién eres
y qué haces, y no hay poder sobre la tierra que lo haga cambiar de parecer
acerca de ti.
Don Juan dijo que
todos cuantos me conocían tenían una idea sobre mí, y que yo alimentaba esa
idea con todo cuanto hacía.
-¿No ves? -preguntó
con dramatismo-. Debes renovar tu historia personal contando a tus padres, o a
tus parientes y tus amigos todo cuanto haces. En cambio, si no tienes
historia personal, no se necesitan explicaciones; nadie se enoja ni se
desilusiona con tus actos. Y sobre todo, nadie te amarra con sus pensamientos.
No hay nada que decir, solo saboréalo, siente como
seria que ni tu ni nadie tuviera que explicar nada. Ni tu explicar ni que nadie
te explique nada. Libertad.
De pronto, la idea
se aclaró en mi mente. Yo casi la había sabido, pero nunca la examiné. El
carecer de historia personal era en verdad un concepto atrayente, al menos en
el nivel intelectual; sin embargo, me daba un sentimiento de soledad ominoso y
desagradable. Quise discutir con él mis sentimientos, pero me frené; algo
había de tremenda incongruencia en la situación inmediata. Me sentí
ridículo por intentar meterme en una discusión filosófica con un indio viejo
que obviamente no tenía el "refinamiento" de un estudiante
universitario. De algún modo, don Juan me había apartado de mi intención
original de interrogarlo sobre su genealogía.
Este es el ego, un tipo de ego en particular. El ego
del que cree saber, el ego del universiatrio. Imagina a un Doctor en Filosofia
debatiendo con un indio de pueblo que ni a la secundaria llego. Naturalmente
uno diría: ponerme a discutir de filosofía con un indio, ni que estuviera a mi
nivel. Sin embargo, don Juan, le lleva ventaja a Carlos. Y para evitar darse
cuenta le dice al viejo:
-No sé cómo
terminamos hablando de esto cuando yo nada más quería unos nombres para mis
cartas -dije, tratando de reencauzar la conversación hacia el tema que yo
deseaba.
-Es muy sencillo
-dijo él-. Terminamos hablando de ello porque yo dije que hacer preguntas
sobre el pasado de uno es un montón de mierda.
Y no lo dejo escapar, directo al ego. Don Juan debió
deleitarse y seguro se rio con fuerza o internamente por el golpe que acababa
de dar. “Es sencillo, llegamos a este punto porque yo quise”.
Su tono era firme.
Sentí que no había forma de moverlo, así que cambié mis tácticas.
La mente programada y lineal hace tácticas, solo
funcionan con niveles más bajos de consciencia.
-Esta idea de no
tener historia personal ¿es algo que hacen los yaquis? -pregunté.
Carlos busca una generalización de un pueblo,
recuerden que estudia antropología.
-Es algo que
hago yo.
Don Juan individualiza.
-¿Dónde lo aprendió
usted?
-Lo aprendí en el
curso de mi vida.
-¿Se lo enseñó su
padre?
-No. Digamos que
lo aprendí solo, y ahora voy a darte el secreto, para que no te vayas hoy
con las manos vacías.
Bajó la voz hasta
un susurro dramático. Reí de su histrionismo. Había que admitir su excelencia
en ese renglón. Por mi mente cruzó la idea de que me hallaba ante un actor nato.
Claro que era un actor nato. Y lo había
perfeccionado a lo largo de su vida. Tenía disciplina.
-Escríbelo -dijo
con arrogante condescendencia-. ¿Por qué no? Parece que así estás más a gusto.
Lo miré, y mis ojos
deben haber delatado mi confusión. Él se dio palmadas en los muslos y rió con
gran deleite.
-Vale más borrar
toda historia personal -dijo despacio, como dando tiempo a mi torpeza de anotar
sus palabras- porque eso nos libera de la carga de los pensamientos ajenos.
No pude creer que
en verdad estuviera diciendo eso. Tuve un momento de gran confusión. Él, sin
duda, leyó en mi rostro mi agitación interna, y la utilizó de inmediato.
-Aquí estás tú, por ejemplo -prosiguió-. En
estos momentos no sabes si vas o vienes. Y eso es porque yo he borrado mi
historia personal. Poco a poco, he creado una niebla alrededor de mí y de mi
vida. Y ahora, nadie sabe de cierto quién soy ni qué hago.
-Pero usted
mismo sabe quién es, ¿no? -intercalé.
-Por supuesto
que... no -exclamó y rodó por el suelo, riendo de mi expresión sorprendida.
A cada rato Carlos cae en las bromas de don Juan. Es
simple, Carlos se toma muy en serio todo lo que hace, sus preguntas, sus
estudios, es un hombre muy pesado y don Juan es lo opuesto, sencillamente.
Había hecho una
pausa lo bastante larga para hacerme creer que iba a decir que sí sabía, como
yo anticipaba. El subterfugio me resultó muy amenazante. En verdad me dio
miedo.
-Ése es el
secretito que voy a darte hoy -dijo en voz baja-. Nadie conoce mi historia
personal. Nadie sabe quién soy ni qué hago. Ni siquiera yo.
Nadie sabe quién soy, ni yo mismo. Indescifrable.
Misterioso. No como todos los humanos que conocemos que son tan lineales,
aburridos y programados que cualquiera sabe quién es quién.
Achicó los ojos. No
miraba en mi dirección sino más allá, por encima de mi hombro derecho. Estaba
sentado con las piernas cruzadas, tenía la espalda derecha y sin embargo
parecía de lo más relajado. En aquel instante era la imagen misma de la
fiereza. Lo imaginé fantasiosamente como un jefe indio, un "guerrero de
piel roja" en las románticas sagas fronterizas de mi niñez. Mi
romanticismo me arrastró, y un sentimiento de ambivalencia sumamente insidioso
tejió su red en torno mío. Podía decir sinceramente que don Juan me simpatizaba
mucho, y añadir, en el mismo aliento, que le tenía un miedo mortal.
Sostuvo esa extraña
mirada durante un momento largo.
-¿Cómo puedo saber
quién soy, cuando soy todo esto? -dijo, barriendo el entorno con un gesto de su
cabeza.
Don Juan, asi como lo imaginamos, estaba integrado
al todo, hasta me hace pensar en que era un Buda. “Soy todo esto”.
Si borras el mundo, te borras a ti mismo. Si te
borras a ti mismo, tu historia personal, borras al mundo. Entonces todo se detiene.
Te sales del mundo.
Luego posó en mí los ojos y sonrió.
-Poco a poco tienes
que crear una niebla en tu alrededor; debes borrar todo cuanto te rodea hasta
que nada pueda darse por hecho, hasta que nada sea ya cierto. Tu problema es
que eres demasiado cierto. Tus empresas son demasiado ciertas; tus humores son
demasiado ciertos. No tomes las cosas por hechas. Debes empezar a borrarte.
-¿Para qué?
-pregunté, belicoso.
Se me aclaró que
don Juan me estaba dando reglas de conducta. A lo largo de toda mi vida, yo
había llegado al punto de ruptura cuando alguien trataba de decirme qué hacer;
la sola idea de que me dijeran qué hacer me ponía de inmediato a la defensiva.
-Dijiste que
querías aprender los asuntos de las plantas -dijo él calmadamente-. ¿Quieres
recibir algo a cambio de nada? ¿Qué te crees que es esto? Quedamos en que tú me
harías preguntas y yo te diría lo que sé. Si no te gusta, no tenemos nada más
qué decirnos.
Y te puedes ir ahora mismo. Al fin, no nos debemos
nada. Soy libre y tu también.
Su terrible
franqueza me despertó resentimiento, y a regañadientes concedí que él tenía la
razón.
-Entonces mírala
por este lado -prosiguió-. Si quieres aprender los asuntos de las plantas, como
en realidad no hay nada que decir de ellas, debes, entre otras cosas, borrar tu
historia personal.
Una trampa más en la que cae Carlos. Y hay que
decirlo, en otro libro Carlos explica que solo a través de las trampas uno
puede aprender. Ni hablar, así es la regla.
-¿Cómo? -pregunté.
-Empieza por lo
fácil, como no revelar lo que verdaderamente haces. Luego debes dejar a
todos los que te conozcan bien. Así construirás una niebla en tu alrededor.
Lo fácil es no revelar lo que haces. Lo difícil, será
dejar a todos. Tarde o temprano será así. Aquí hay mucho que decir pero no es
tema.
-Pero eso es
absurdo -protesté-. ¿Por qué no va a conocerme la gente? ¿Qué hay de malo en
ello?
-Lo malo es que, una vez que te conocen, te
dan por hecho, y desde ese momento no puedes ya romper el lazo de sus
pensamientos. A mí en lo personal me gusta la libertad ilimitada de ser
desconocido. Nadie me conoce con certeza constante, como te conocen a ti, por
ejemplo.
-Pero eso sería
mentir.
-No me importan las
mentiras ni las verdades -dijo con severidad-. Las mentiras son mentiras
solamente cuando tienes historia personal.
Argumenté qué no me
gustaba engañar deliberadamente a la gente ni despistarla. Su respuesta fue
que de cualquier manera yo despistaba a todo el mundo.
El viejo había
tocado una llaga abierta en mi vida. No me detuve a preguntarle qué quería
decir con eso ni cómo sabía que yo engañaba a la gente todo el tiempo.
Simplemente reaccioné a su afirmación, defendiéndome a través de explicaciones.
Dije tener la dolorosa conciencia de que mi familia y mis amigos me
consideraban indigno de confianza, cuando en realidad jamás había dicho una
mentira en toda mi vida.
-Siempre supiste
mentir -dijo él-. Lo único que faltaba era que sabías por qué hacerlo. Ahora lo
sabes.
Protesté.
-¿No ve usted que
estoy harto de que la gente me considere indigno de confianza? -dije.
-Pero sí eres
indigno de confianza -repuso con convicción.
-¡Que no, hombre,
me llevan los demonios! -exclamé.
Mi actitud, en vez de forzarlo a la seriedad,
lo hizo reír histéricamente. Sentí un enorme desprecio hacia el anciano por su
engreimiento. Desdichadamente, estaba en lo cierto con respecto a mí.
Tras un rato me
calmé y él siguió hablando.
-Cuando uno no
tiene historia personal -explicó-, nada de lo que dice puede tomarse como una
mentira. Tu problema es que tienes que explicarle todo a todos, por obligación,
y al mismo tiempo quieres conservar la frescura, la novedad de lo que haces.
Bueno, pues como no puedes sentirte estimulado después de explicar todo lo que
has hecho, dices mentiras para seguir en marcha.
-Me hallaba en
verdad perplejo por la gama de nuestra conversación. Escribía lo mejor posible
todos los detalles del diálogo, concentrándome en lo que don Juan decía en
lugar de detenerme a deliberar en mis prejuicios o en el sentido de sus
palabras.
-De ahora en
adelante -dijo él-, debes simplemente enseñarle a la gente lo que quieras
enseñarle, pero sin decirle nunca con exactitud cómo lo has hecho.
Debes de ser disciplinado, deja el ego, no te
expongas, se humilde. Di lo que quieras decir, guarda secretos, es más, hasta
puedes mentir. No pasa nada.
-¡Yo no puedo
guardar secretos! -exclamé-. Lo que usted dice es inútil para mí.
Habla el ego de la moral. Es casi creer que un
secreto es pecado. Aunque Carlos, como todos, tiene secretos.
- ¡Pues cambia!
-dijo en tono cortante y con un brillo feroz en la mirada.
Parecía un extraño
animal salvaje. Y sin embargo era tan coherente en sus ideas, y tan verbal. Mi
molestia cedió el paso a un estado de confusión irritante.
-Verás -prosiguió-:
sólo tenemos una alternativa: o tomamos todo por cierto, o no. Si hacemos lo
primero, terminamos muertos de aburrimiento con nosotros mismos y con el mundo.
Si hacemos lo segundo y borramos la historia personal, creamos una niebla a
nuestro alrededor, un estado muy emocionante y misterioso en el que nadie sabe
por dónde va a saltar la liebre, ni siquiera nosotros mismos.
Repuse que borrar
la historia personal sólo acrecentaría nuestra sensación de inseguridad.
-Cuando nada es
cierto nos mantenemos alertas, de puntillas todo el tiempo -dijo él-. Es más
emocionante no saber detrás de cuál matorral se esconde la liebre, que
portarnos como si conociéramos todo.
No dijo una palabra
más durante un rato muy largo; acaso una hora transcurrió en completo
silencio. Yo no sabía qué preguntar. Finalmente, se puso de pie y me pidió
llevarlo al pueblo cercano.
Yo ignoraba el
motivo, pero nuestra conversación me había agotado. Tenía ganas de dormir. Él
me pidió parar en el camino y me dijo que, si deseaba descansar, debía trepar
a la cima plana de una loma al lado de la carretera y acostarme bocabajo con la
cabeza hacia el este.
Parecía tener un
sentimiento de urgencia. Yo no quise discutir, o acaso me encontraba demasiado
cansado hasta para hablar. Subí al cerro e hice lo que él me había indicado.
Dormí sólo dos o
tres minutos, pero fueron suficientes para que mi energía se renovara.
Llegamos al centro
del pueblo, donde quiso que lo dejase.
-Vuelve -dijo al
bajar del coche-. Acuérdate de volver.
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