viernes, 21 de marzo de 2014

A los lectores

Queridos lectores, hermanos, hermanas...

Hace poco tiempo este blog arrancó como un ejercicio laboral, se fue transformando y ahora me parece un hermoso lugar para plasmar sensaciones, vivencias y certezas.
He dejado de creer, la creencia es falsa, por lo menos no es verdadera.

Tengo un árbol de ciruelas en casa.

¿Me crees?

Puedes decir que sí, puedes decir que no... solo es un a creencia.
El día que estes en la casa de la que te hablo sabrás si hay o no un árbol de ciruelas, deja de ser una creencia para convertirse en saber, una certeza que has comprobado.

Esta es la idea de todo cuanto se escribe aquí, hacerte entender que las creencias no sirven y que la certeza de vivir es lo único que vale.

Nacemos en un mundo estructurado que dicta las leyes, las formas y los quehaceres de los seres humanos, pero eso es solo una forma de ver la vida, es una creencia sobre como debería vivirse y sé, de antemano, que no todos estamos de acuerdo con cómo se vive.

Simplemente hay que ver lo que sucede a nuestro alrededor. Te invito a cambiarte, a modificarte, a ser un nuevo ser humano, trasciendete a tí mismo.

En fin, lo que quiero decirte hoy, compañero de viaje, es lo siguiente:

Utiliza ésta entrada para dejar tus dudas, tus comentarios, tus expectativas y lo que quieras comentar, un blog, a mi parecer debe tener retroalimentación. No se cuanta gente lee estas entradas, estas locuras que se plasman aquí.
Ahora es un buen momento para leerte a tí.

Escribe y con todo gusto, si me es posible, te responderé.
Hagamos un blog de participación colectiva.

Tlazocamatli, Namaste...

lunes, 17 de marzo de 2014

Fragmento Carlos Castaneda II



Hoy dejare otros comentarios breves a una lectura muy interesante, son fragmentos del libro Viaje a Ixtlan de Carlos Castaneda.

Nota:  el subrayado y las negritas las anexo para resaltar alguna parte de la conversación. En esta ocasión puedo adelantar que el viejito es un maestro para burlarse de Carlos. No pare de reír a lo largo de este capítulo.
Disfrútenlo.

II. BORRAR LA HISTORIA PERSONAL

Jueves, diciembre 22, 1960

DON JUAN estaba sentado en el suelo, junto a la puer­ta de su casa, con la espalda contra la pared. Volteó un cajón de madera para leche y me pidió tomar asiento y ponerme cómodo. Le ofrecí unos cigarrillos. Había llevado un paquete. Dijo que no fumaba, pero aceptó el regalo. Hablamos sobre el frío de las no­ches del desierto y otros temas ordinarios de conver­sación.
Le pregunté si no interfería yo con su rutina nor­mal. Me miró como frunciendo el entrecejo y re­puso que no tenía rutinas, y que yo podía estarme con él toda la tarde si así lo deseaba.
Yo había preparado algunas cartas de genealogía y parentesco que deseaba llenar con ayuda suya. Tam­bién había compilado, a través de la literatura etno­gráfica, una larga serie de rasgos culturales pertene­cientes, se decía, a los indígenas de la zona. Quería revisar con él la lista y marcar todos los elementos que le fuesen familiares.
Empecé con las cartas de parentesco.

-¿Cómo llamaba usted a su padre? -pregunté.
-Lo llamaba papá -dijo él con rostro muy serio.

Aquí empieza a burlarse de Carlos, delicadamente.

Me sentí algo molesto, pero procedí sobre la supo­sición de que no había comprendido.

Inmediatamente se molesto, el ego de Carlos es notable. Además de molestarse debió pensar algo como: viejito pendejo, no entiende nada, tendré que explicarle las cosas. Empieza:

Le mostré la carta y expliqué: un espacio era para el padre y otro para la madre. Di como ejemplo las distintas palabras usadas para padre y madre en in­glés y en español.

Imagina la cara del brujo oyendo su explicación, debió aguantarse la risa enormemente.

Pensé que tal vez habría debido empezar por la madre.

-¿Cómo llamaba usted a su madre? -pregunté.
-La llamaba mamá -repuso con tono ingenuo.

Y con el mal humor de Carlos y el brujo haciéndose pasar por idiota, no imagino el enojo de uno y la risa del otro. ¿Qué hacia el brujo contestando tontamente? Fácil, sacarlo de sus casillas, le estaba enseñando que era un hombre iracundo.

-Quiero decir, ¿qué otras palabras usaba usted para llamar a su padre y a su madre? ¿Cómo los lla­maba usted? -dije, tratando de ser paciente y cortés.

Carlos pensaba: es tan tonto que tuve que explicarle con mas detalle.

-Se rascó la cabeza y me miró con una expresión estúpida.

El viejito, don Juan, esta por culminar de hartar a Carlos, adopta una pose de idiota, de no entender y con una cara de estúpido le dice:

-¡Caray! -dijo-. Me la pusiste difícil. Déjame pensar.

Tras un momento de titubeo, pareció recordar algo, y yo me dispuse a escribir.

Por fin dirá algo importante, Carlos estaba listo para escribir, pero no sabia lo que tenían para él, así que don Juan le dice:

-Bueno -dijo, como inmerso en serios pensa­mientos-, ¿de qué otra forma los llamaba? ¡oye, oye, papá! ¡Oye, oye, mamá!

Reí contra mi voluntad. Su expresión era verdade­ramente cómica y en ese momento no supe si era un viejo absurdo que me jugaba bromas, o si en verdad era un simplón. Usando cuanta paciencia había en mi, le expliqué que éstas eran preguntas muy serias, y que para mi trabajo tenía gran importancia llenar los formularios. Traté de hacerle comprender la idea de una genealogía e historia personal.

En este punto, Carlos estaba encabronadísimo, eran preguntas muy serias y el viejo se reía de el y de ellas.

-¿Cuáles eran los nombres de su padre y su ma­dre? -pregunté.

Él me miró con ojos claros y amables.

Primero se hizo el idiota, actuó magistralmente para que Carlos se sintiera superior, importante y que su ego se ensalzara, al final lo pone en su lugar. 

-No pierdas tu tiempo con esa mierda -dijo sua­vemente, pero con fuerza insospechada.

No supe qué decir; parecía que alguien más hu­biese pronunciado esas palabras. Un momento antes, don Juan había sido un indio estúpido y destanteado rascándose la cabeza, y de buenas a primeras había cambiado los papeles. Yo era el estúpido, y él me contemplaba con una mirada indescriptible que no era de arrogancia, ni de desafío, ni de odio, ni de desprecio. Sus ojos eran claros y bondadosos y pe­netrantes.

Así de fácil, don Juan, le demostró que era un estúpido. 

-No tengo ninguna historia personal -dijo tras una larga pausa-. Un día descubrí que la historia personal ya no me era necesaria y la dejé, igual que la bebida.
Yo no acababa de entender el sentido de sus pala­bras. Le recordé que él mismo me había asegurado que estaba bien hacerle preguntas. Reiteró que eso no lo molestaba en absoluto.
-Ya no tengo historia personal -dijo, y me miró con agudeza-. La dejé un día, cuando sentí que ya no era necesaria.

Esta diciendo: deje el Yo. Me hace pensar que está hablando a algo similar a lo que dice el Buda sobre que no existe un Yo inherente a la existencia. 

Me le quedé viendo, tratando de detectar los sig­nificados ocultos de sus palabras.
-¿Cómo puede uno dejar su historia personal? -pregunté en tono de discusión.
-Primero hay que tener el deseo de dejarla -di­jo-. Y luego tiene uno que cortársela armoniosa­mente, poco a poco.
-¿Por qué iba uno a tener tal deseo? -exclamé.
Yo tenía un apego terriblemente fuerte a mi his­toria personal. Mis raíces familiares eran hondas. Sentía, con toda honradez, que sin ellas mi vida no tendría continuidad ni propósito.
 -Quizá debería usted decirme a qué se refiere con lo de dejar la historia personal -dije.
-A acabar con ella, a eso me refiero -respondió cortante.
Insistí en que sin duda yo no entendía el plan­teamiento.
-Usted, por ejemplo -dije-. Usted es un yaqui. No puede cambiar eso.
-¿Lo soy? -preguntó sonriendo-. ¿Cómo lo sabes?
-¡Cierto! -dije-. No puedo saberlo con certeza, en este punto, pero usted lo sabe y eso es lo que cuenta. Eso es lo que hace que sea historia personal.
Sentí haber remachado un clavo bien puesto.

-El hecho de que yo sepa si soy yaqui o no, no hace que eso sea historia personal -replicó él-. Sólo se vuelve historia personal cuando alguien más lo sabe. Y te aseguro que nadie lo sabrá nunca de cierto.

Magistral. Se vuelve historia personal cuando alguien más lo sabe. Así que pregúntate ¿de qué sirve andar contando tu vida a todo el mundo? Se silencioso.

Yo había anotado torpemente sus palabras. Dejé de escribir y lo miré. No podía hallarle el modo. Repasé mentalmente las impresiones que de él tenía: la for­ma misteriosa e insólita en que me miró durante nuestro primer encuentro, el encanto con que había afirmado recibir corroboraciones de todo cuanto lo rodeaba, su molesto humorismo y su viveza, su ex­presión de auténtica estupidez cuando le pregunté por su padre y su madre, y luego la insospechada fuerza de sus aseveraciones, que me había partido en dos.

Don Juan estaba dando una clase impresionante sobre la mente lineal y programada, pues siempre espera consistencia de la gente. Si eres malo siempre espera maldad, si eres tonto espera tonterías, pero don Juan es todo al mismo tiempo, pasa de ser tonto a ser chistoso, a ser certero en sus palabras, es encantador y tranquilo. Carlos no sabe que está pasando, su mente se parte en dos, no sabe con quién esta.

-No sabes quién soy, ¿verdad? -dijo como si le­yera mis pensamientos-. jamás sabrás quién soy ni qué soy, porque no tengo historia personal.

Hasta miedo debió sentir el pobre Carlitos.

Me preguntó si tenía padre. Le dije que sí. Afirmó que mi padre era un ejemplo de lo que él tenía en mente. Me instó a recordar lo que mi padre pensaba de mí.
-Tu padre conoce todo lo tuyo -dijo-. Así pues, te tiene resuelto por completo. Sabe quién eres y qué haces, y no hay poder sobre la tierra que lo haga cambiar de parecer acerca de ti.
Don Juan dijo que todos cuantos me conocían te­nían una idea sobre mí, y que yo alimentaba esa idea con todo cuanto hacía.
-¿No ves? -preguntó con dramatismo-. Debes renovar tu historia personal contando a tus padres, o a tus parientes y tus amigos todo cuanto haces. En cambio, si no tienes historia personal, no se necesi­tan explicaciones; nadie se enoja ni se desilusiona con tus actos. Y sobre todo, nadie te amarra con sus pensamientos.

No hay nada que decir, solo saboréalo, siente como seria que ni tu ni nadie tuviera que explicar nada. Ni tu explicar ni que nadie te explique nada. Libertad.

De pronto, la idea se aclaró en mi mente. Yo casi la había sabido, pero nunca la examiné. El carecer de historia personal era en verdad un concepto atra­yente, al menos en el nivel intelectual; sin embargo, me daba un sentimiento de soledad ominoso y des­agradable. Quise discutir con él mis sentimientos, pero me frené; algo había de tremenda incongruen­cia en la situación inmediata. Me sentí ridículo por intentar meterme en una discusión filosófica con un indio viejo que obviamente no tenía el "refinamien­to" de un estudiante universitario. De algún modo, don Juan me había apartado de mi intención origi­nal de interrogarlo sobre su genealogía.

Este es el ego, un tipo de ego en particular. El ego del que cree saber, el ego del universiatrio. Imagina a un Doctor en Filosofia debatiendo con un indio de pueblo que ni a la secundaria llego. Naturalmente uno diría: ponerme a discutir de filosofía con un indio, ni que estuviera a mi nivel. Sin embargo, don Juan, le lleva ventaja a Carlos. Y para evitar darse cuenta le dice al viejo:

-No sé cómo terminamos hablando de esto cuando yo nada más quería unos nombres para mis cartas -dije, tratando de reencauzar la conversación hacia el tema que yo deseaba.
-Es muy sencillo -dijo él-. Terminamos ha­blando de ello porque yo dije que hacer preguntas sobre el pasado de uno es un montón de mierda.

Y no lo dejo escapar, directo al ego. Don Juan debió deleitarse y seguro se rio con fuerza o internamente por el golpe que acababa de dar. “Es sencillo, llegamos a este punto porque yo quise”.

Su tono era firme. Sentí que no había forma de moverlo, así que cambié mis tácticas.

La mente programada y lineal hace tácticas, solo funcionan con niveles más bajos de consciencia.

-Esta idea de no tener historia personal ¿es algo que hacen los yaquis? -pregunté.

Carlos busca una generalización de un pueblo, recuerden que estudia antropología.

-Es algo que hago yo.

Don Juan individualiza.

-¿Dónde lo aprendió usted?
-Lo aprendí en el curso de mi vida.
-¿Se lo enseñó su padre?
-No. Digamos que lo aprendí solo, y ahora voy a darte el secreto, para que no te vayas hoy con las manos vacías.

Bajó la voz hasta un susurro dramático. Reí de su histrionismo. Había que admitir su excelencia en ese renglón. Por mi mente cruzó la idea de que me hallaba ante un actor nato.

Claro que era un actor nato. Y lo había perfeccionado a lo largo de su vida. Tenía disciplina.

-Escríbelo -dijo con arrogante condescenden­cia-. ¿Por qué no? Parece que así estás más a gusto.
Lo miré, y mis ojos deben haber delatado mi con­fusión. Él se dio palmadas en los muslos y rió con gran deleite.
-Vale más borrar toda historia personal -dijo despacio, como dando tiempo a mi torpeza de anotar sus palabras- porque eso nos libera de la carga de los pensamientos ajenos.
No pude creer que en verdad estuviera diciendo eso. Tuve un momento de gran confusión. Él, sin duda, leyó en mi rostro mi agitación interna, y la utilizó de inmediato.
 -Aquí estás tú, por ejemplo -prosiguió-. En estos momentos no sabes si vas o vienes. Y eso es por­que yo he borrado mi historia personal. Poco a poco, he creado una niebla alrededor de mí y de mi vida. Y ahora, nadie sabe de cierto quién soy ni qué hago.
-Pero usted mismo sabe quién es, ¿no? -inter­calé.
-Por supuesto que... no -exclamó y rodó por el suelo, riendo de mi expresión sorprendida.

A cada rato Carlos cae en las bromas de don Juan. Es simple, Carlos se toma muy en serio todo lo que hace, sus preguntas, sus estudios, es un hombre muy pesado y don Juan es lo opuesto, sencillamente.

Había hecho una pausa lo bastante larga para ha­cerme creer que iba a decir que sí sabía, como yo anticipaba. El subterfugio me resultó muy amena­zante. En verdad me dio miedo.

-Ése es el secretito que voy a darte hoy -dijo en voz baja-. Nadie conoce mi historia personal. Nadie sabe quién soy ni qué hago. Ni siquiera yo.

Nadie sabe quién soy, ni yo mismo. Indescifrable. Misterioso. No como todos los humanos que conocemos que son tan lineales, aburridos y programados que cualquiera sabe quién es quién.

Achicó los ojos. No miraba en mi dirección sino más allá, por encima de mi hombro derecho. Estaba sentado con las piernas cruzadas, tenía la espalda derecha y sin embargo parecía de lo más relajado. En aquel instante era la imagen misma de la fiereza. Lo imaginé fantasiosamente como un jefe indio, un "guerrero de piel roja" en las románticas sagas fron­terizas de mi niñez. Mi romanticismo me arrastró, y un sentimiento de ambivalencia sumamente insidio­so tejió su red en torno mío. Podía decir sincera­mente que don Juan me simpatizaba mucho, y añadir, en el mismo aliento, que le tenía un miedo mortal.

Sostuvo esa extraña mirada durante un momento largo.

-¿Cómo puedo saber quién soy, cuando soy todo esto? -dijo, barriendo el entorno con un gesto de su cabeza.

Don Juan, asi como lo imaginamos, estaba integrado al todo, hasta me hace pensar en que era un Buda. “Soy todo esto”.
Si borras el mundo, te borras a ti mismo. Si te borras a ti mismo, tu historia personal, borras al mundo. Entonces todo se detiene. Te sales del mundo. 

 Luego posó en mí los ojos y sonrió.
-Poco a poco tienes que crear una niebla en tu alrededor; debes borrar todo cuanto te rodea hasta que nada pueda darse por hecho, hasta que nada sea ya cierto. Tu problema es que eres demasiado cierto. Tus empresas son demasiado ciertas; tus humores son demasiado ciertos. No tomes las cosas por hechas. Debes empezar a borrarte.
-¿Para qué? -pregunté, belicoso.
Se me aclaró que don Juan me estaba dando reglas de conducta. A lo largo de toda mi vida, yo había llegado al punto de ruptura cuando alguien trataba de decirme qué hacer; la sola idea de que me dijeran qué hacer me ponía de inmediato a la defensiva.

-Dijiste que querías aprender los asuntos de las plantas -dijo él calmadamente-. ¿Quieres recibir algo a cambio de nada? ¿Qué te crees que es esto? Quedamos en que tú me harías preguntas y yo te diría lo que sé. Si no te gusta, no tenemos nada más qué decirnos.

Y te puedes ir ahora mismo. Al fin, no nos debemos nada. Soy libre y tu también.

Su terrible franqueza me despertó resentimiento, y a regañadientes concedí que él tenía la razón.
-Entonces mírala por este lado -prosiguió-. Si quieres aprender los asuntos de las plantas, como en realidad no hay nada que decir de ellas, debes, entre otras cosas, borrar tu historia personal.

Una trampa más en la que cae Carlos. Y hay que decirlo, en otro libro Carlos explica que solo a través de las trampas uno puede aprender. Ni hablar, así es la regla.

-¿Cómo? -pregunté.
-Empieza por lo fácil, como no revelar lo que verdaderamente haces. Luego debes dejar a todos los que te conozcan bien. Así construirás una niebla en tu alrededor.

Lo fácil es no revelar lo que haces. Lo difícil, será dejar a todos. Tarde o temprano será así. Aquí hay mucho que decir pero no es tema.

-Pero eso es absurdo -protesté-. ¿Por qué no va a conocerme la gente? ¿Qué hay de malo en ello?
 -Lo malo es que, una vez que te conocen, te dan por hecho, y desde ese momento no puedes ya romper el lazo de sus pensamientos. A mí en lo personal me gusta la libertad ilimitada de ser desconocido. Nadie me conoce con certeza constante, como te conocen a ti, por ejemplo.
-Pero eso sería mentir.
-No me importan las mentiras ni las verdades -dijo con severidad-. Las mentiras son mentiras solamente cuando tienes historia personal.
Argumenté qué no me gustaba engañar delibera­damente a la gente ni despistarla. Su respuesta fue que de cualquier manera yo despistaba a todo el mundo.
El viejo había tocado una llaga abierta en mi vida. No me detuve a preguntarle qué quería decir con eso ni cómo sabía que yo engañaba a la gente todo el tiempo. Simplemente reaccioné a su afirmación, defendiéndome a través de explicaciones. Dije tener la dolorosa conciencia de que mi familia y mis ami­gos me consideraban indigno de confianza, cuando en realidad jamás había dicho una mentira en toda mi vida.
-Siempre supiste mentir -dijo él-. Lo único que faltaba era que sabías por qué hacerlo. Ahora lo sabes.
Protesté.
-¿No ve usted que estoy harto de que la gente me considere indigno de confianza? -dije.
-Pero sí eres indigno de confianza -repuso con convicción.
-¡Que no, hombre, me llevan los demonios! -ex­clamé.
 Mi actitud, en vez de forzarlo a la seriedad, lo hizo reír histéricamente. Sentí un enorme desprecio hacia el anciano por su engreimiento. Desdichada­mente, estaba en lo cierto con respecto a mí.
Tras un rato me calmé y él siguió hablando.
-Cuando uno no tiene historia personal -expli­có-, nada de lo que dice puede tomarse como una mentira. Tu problema es que tienes que explicarle todo a todos, por obligación, y al mismo tiempo quie­res conservar la frescura, la novedad de lo que haces. Bueno, pues como no puedes sentirte estimulado después de explicar todo lo que has hecho, dices men­tiras para seguir en marcha.
-Me hallaba en verdad perplejo por la gama de nuestra conversación. Escribía lo mejor posible todos los detalles del diálogo, concentrándome en lo que don Juan decía en lugar de detenerme a deliberar en mis prejuicios o en el sentido de sus palabras.

-De ahora en adelante -dijo él-, debes simple­mente enseñarle a la gente lo que quieras enseñarle, pero sin decirle nunca con exactitud cómo lo has hecho.

Debes de ser disciplinado, deja el ego, no te expongas, se humilde. Di lo que quieras decir, guarda secretos, es más, hasta puedes mentir. No pasa nada.

Yo no puedo guardar secretos! -exclamé-. Lo que usted dice es inútil para mí.

Habla el ego de la moral. Es casi creer que un secreto es pecado. Aunque Carlos, como todos, tiene secretos.

- ¡Pues cambia! -dijo en tono cortante y con un brillo feroz en la mirada.
Parecía un extraño animal salvaje. Y sin embargo era tan coherente en sus ideas, y tan verbal. Mi mo­lestia cedió el paso a un estado de confusión irri­tante.
-Verás -prosiguió-: sólo tenemos una alterna­tiva: o tomamos todo por cierto, o no. Si hacemos lo primero, terminamos muertos de aburrimiento con nosotros mismos y con el mundo. Si hacemos lo se­gundo y borramos la historia personal, creamos una niebla a nuestro alrededor, un estado muy emocio­nante y misterioso en el que nadie sabe por dónde va a saltar la liebre, ni siquiera nosotros mismos.
Repuse que borrar la historia personal sólo acre­centaría nuestra sensación de inseguridad.
-Cuando nada es cierto nos mantenemos alertas, de puntillas todo el tiempo -dijo él-. Es más emo­cionante no saber detrás de cuál matorral se esconde la liebre, que portarnos como si conociéramos todo.
No dijo una palabra más durante un rato muy lar­go; acaso una hora transcurrió en completo silencio. Yo no sabía qué preguntar. Finalmente, se puso de pie y me pidió llevarlo al pueblo cercano.
Yo ignoraba el motivo, pero nuestra conversación me había agotado. Tenía ganas de dormir. Él me pi­dió parar en el camino y me dijo que, si deseaba descansar, debía trepar a la cima plana de una loma al lado de la carretera y acostarme bocabajo con la cabeza hacia el este.
Parecía tener un sentimiento de urgencia. Yo no quise discutir, o acaso me encontraba demasiado can­sado hasta para hablar. Subí al cerro e hice lo que él me había indicado.
Dormí sólo dos o tres minutos, pero fueron sufi­cientes para que mi energía se renovara.
Llegamos al centro del pueblo, donde quiso que lo dejase.
-Vuelve -dijo al bajar del coche-. Acuérdate de volver.

Fragmento de Carlos Castaneda



Hoy dejare unos comentarios breves a una lectura muy interesante, son fragmentos del libro Viaje a Ixtlan de Carlos Castaneda.
Leía el otro día y encontré cosas muy interesantes que no había visto cuando lo leí por vez primera, este libro es ciertamente muy recomendable.

Nota: los subrayados y las negritas las anexe para dar algun tipo de comentario y explicacion de lo que puedo ver de las charlas de don Juan y Carlos C.

I.                    LAS REAFIRMACIONES DEL MUNDO QUE NOS RODEA

Sábado, diciembre 17, 1960

Hallé su casa tras largas y cansadas inquisiciones entre los indios locales. Empezaba la tarde cuando llegué y me estacioné enfrente. Lo vi sentado en un cajón de leche. Pareció reconocerme y me saludó cuando bajé del coche.
Intercambiamos cortesías sociales durante un rato y luego, en términos llanos, confesé haber sido muy engañoso con él la primera vez que nos vimos. Había alardeado de mis grandes conocimientos sobre el pe­yote, cuando en realidad no sabía nada al respecto. Se me quedó mirando. Sus ojos eran muy amables.
Le dije que durante seis meses había estado leyendo con el fin de prepararme para nuestro encuentro, y que ahora sí sabía mucho más.
Rió. Obviamente, había algo en mis palabras que le parecía chistoso. Se reía de mí, y yo me sentí algo confuso y ofendido.
Pareció notar mi desazón y me aseguró que, pese a mis buenas intenciones, no había en realidad ningún modo de prepararme para nuestro encuentro.
Me pregunté si sería conveniente preguntarle si esa frase tenía algún sentido oculto, pero no lo hice; sin embargo, él parecía estar a tono con mi sentir y procedió a explicar a qué se refería. Dijo que mis esfuerzos le recordaban un cuento sobre cierta gente que, en otro tiempo, un rey había perseguido y ma­tado. Dijo que en el cuento los perseguidos sólo se distinguían de los perseguidores en que los primeros insistían en pronunciar ciertas palabras de un modo peculiar, propio solamente de ellos; esa falla, por supuesto, los delataba. El rey cerró los caminos en puntos críticos, donde un oficial pedía a todos los que pasaban pronunciar una palabra clave. Quienes la pronunciaban igual que el rey conservaban la vida, pero quienes no podían eran muertos en el acto. El meollo del cuento es que cierto día un joven decidió prepararse para pasar la barrera aprendiendo a pro­nunciar la palabra de prueba en la forma en que al rey le gustaba.
Don Juan dijo, con ancha sonrisa, que de hecho el joven tardó "seis meses" en aprenderse la pro­nunciación. Y luego vino el día de la gran prueba; el joven, con mucha confianza, se acercó a la barrera y esperó que el oficial le pidiese pronunciar la pa­labra.
En ese punto, don Juan interrumpió muy dramá­ticamente su relato y me miró. Su pausa era muy estudiada y me pareció algo cursi, pero seguí el juego. Yo había oído antes la trama del cuento. Tenía que ver con los judíos en Alemania y con la forma en que podía saberse quién era judío por la pronuncia­ción de ciertas palabras. También conocía el remate del chiste: el joven era atrapado porque el oficial olvidaba la palabra clave y le pedía pronunciar otra, muy similar, pero que el joven no había aprendido a decir correctamente.
Don Juan parecía esperar que yo preguntara qué había sucedido, de modo que lo hice.
-¿Qué le pasó? -pregunté, tratando de sonar in­genuo e interesado en la historia.
-El joven, que era todo un zorro -dijo él-, se dio cuenta de que el oficial había olvidado la palabra clave, y antes de que le pidieran decir cualquier otra, confesó que se había preparado durante seis meses.
Hizo otra pausa y me miró con un brillo malicioso en los ojos. Esta vez me había cambiado la partida. La confesión del joven era un nuevo elemento, y yo ya no sabía cómo acabaría el relato.
-Bueno, ¿qué pasó entonces? -pregunté con ver­dadero interés.
-Lo mataron en el acto, por supuesto -dijo él y estalló en una risotada.
Me gustó mucho la forma en que había atrapado mi interés; sobre todo, me agradó cómo había ligado el cuento con mi propio caso. De hecho, parecía ha­berlo construido a mi medida. Se burlaba de mí con mucho arte y sutileza. Reí junto con él.
Después le dije que, por más estupideces que yo dijera, me interesaba realmente aprender algo sobre las plantas.

Ojala, apreciable lector, notes que a veces uno habla por hablar, sin saber, nomas nos enredamos con nuestras mentiras. El ego siempre quiere demostrar que sabe algo, aunque no sepa. Cuando sea asi, mejor guarda silencio. No pasa nada. Acepta que hay momentos en que es mejor callar y aprender antes que decir cualquier estupidez.
-A mí me gusta caminar mucho -dijo.
Aquellos que han tenido la oportunidad de ir con algún brujo del peyote sabrán que o caminas o caminas y es una advertencia que le dan a Carlos… te hare caminar, tu sabrás si aceptas o no.

Pensé que cambiaba deliberadamente el tema de la conversación para evitar responderme. No quise antagonizarlo con mi insistencia.
Me preguntó si me gustaría acompañarlo a una corta caminata por el desierto. Le dije con entusiasmo que me encantaría caminar en el desierto.

Corta, de 2 o 3 horas en el desierto, más el regreso, claro está.

-Esto no es un paseo de campo -dijo en tono de advertencia.

No vienes con tu novia de paseo.

Contesté que tenía deseos muy serios de trabajar con él. Dije que necesitaba información, cualquier tipo de información, sobre los usos de las hierbas medicinales, y que estaba dispuesto a pagarle su tiempo y su esfuerzo.

Esta es la mente occidental hablando, la mente mecánica. Necesito algo y lo voy a pagar con dinero. Usted es un Indio y yo un hombre de Universidad. Tengo dinero. Esto debió pensar Carlos al proponer esta tontería.

-Estaría usted trabajando para mí -dije-. Y le pagaré un sueldo.

La mente de nuevo, ilusamente le hace saber que pagara su servicio. Y además le insinúa que trabajara para el. El viejo brujo debió darse cuenta de toda la idiotez que tramaba Carlos, el brujo don Juan sabe que esta hablando el ego y entonces le hace una broma para ver que mas hay en Carlos, le contesta esto:

-¿Qué tanto me pagarías? -preguntó.
Detecté en su voz un matiz de codicia.

Le hizo creer que era codicioso, lleva la broma a mayor profundidad, hasta el limite.

-Lo que a usted le parezca apropiado -dije.

Viejo interesado, pensó.

-Págame mi tiempo... con tu tiempo -dijo él.

No te esperabas un pago de esa forma. Directo a la mente programada, simplemente no entendió el truco, el juego, ahora esta atrapado, para saber, tendrás que pagar con tu tiempo. Algo así como, comprometerte. Si Carlos pagara dinero, en cualquier momento diría: me marcho, es suficiente, yo tengo el control, estoy pagando. Pero el viejito sabia, así que lo agarro por donde no había salida, compromiso real.

Pensé que era un tipo de lo más peculiar. Declaré no entender a qué se refería. Repuso que no había nada qué decir acerca de las plantas, de modo que no podía ni pensar en aceptar mi dinero.

En realidad no hay nada que decir, hay que vivir.

Me miró penetrantemente.

-¿Qué haces en tu bolsillo? -preguntó, frunciendo el entrecejo-. ¿Estás jugando con tu pito?
Se refería a que yo tomaba notas en un cuaderno diminuto, dentro de los enormes bolsillos de mi rompevientos.
Cuando le dije lo que hacía, rió de buena gana.
Expliqué que no deseaba molestarlo escribiendo frente a él.

-Si quieres escribir, escribe -dijo-. No me molestas.

Al fin no te diré nada de lo que buscas, no como tú quieres.

 Caminamos por el desierto en torno hasta que casi era de noche. No me mostró ninguna planta ni habló de ellas para nada. Nos detuvimos un momento a descansar junto a unos arbustos grandes.
-Las plantas son cosas muy peculiares -dijo sin mirarme-. Están vivas y sienten.
En el momento mismo en que hizo tal afirmación, una fuerte racha de viento sacudió el chaparral de­sértico en nuestro derredor. Los arbustos produjeron un ruido crujiente.
-¿Oyes? -me preguntó, poniéndose la mano iz­quierda junto a la oreja como para escuchar mejor-. Las hojas y el viento están de acuerdo conmigo.
Reí. El amigo que nos puso en contacto ya me había advertido que tuviera cuidado porque el viejo era muy excéntrico. Pensé que el "acuerdo con las hojas" era una de sus excentricidades.
Caminamos un rato más, pero siguió sin mostrarme plantas, y tampoco cortó ninguna. Simplemente ca­minaba con vivacidad entre los arbustos, tocándolos suavemente. Luego se detuvo para sentarse en una roca y me dijo que descansara y mirase alrededor.
Insistí en hablar. Una vez más le hice saber que tenía muchos deseos de aprender cosas de las plantas, especialmente del peyote. Le supliqué que se convir­tiera en informante mío a cambio de alguna recom­pensa monetaria.

-No tienes que pagarme -dijo-. Puedes pregun­tarme lo que quieras. Te diré lo que sé y luego te diré qué se puede hacer con eso.

Me preguntó si estaba de acuerdo con el arreglo. Yo me hallaba deleitado. Luego añadió una frase críptica:

Imagina la cara de Carlos, pensando algo como: este viejo loco, me dará toda la información que quiero, sin pagarle nada. Sus ojitos deben haber brillado, todo gratis. Otra vez no se da cuenta que le están diciendo, te vas a tener que comprometer. Ni modo, Carlos era muy iluso.

 -A lo mejor no hay nada que aprender de las plantas, porque no hay nada que decir de ellas.
No comprendí lo que había dicho ni a qué se re­fería.
-¿Cómo dice usted? -pregunté.
Repitió su afirmación tres veces, y luego toda la zona se estremeció con el rugido de un aeroplano de la Fuerza Aérea que pasó volando bajo.
-¡Ya ves! El mundo está de acuerdo conmigo -dijo, llevándose la mano izquierda al oído.
Me resultaba muy divertido. Su risa era contagiosa.
-¿Es usted de Arizona, don Juan? -pregunté, en un esfuerzo por mantener la conversación centrada en la posibilidad de que fuera mi informante.
Me miró y asintió con la cabeza. Sus ojos parecían fatigados. Se veía el blanco debajo de las pupilas.
-¿Nació usted en esta localidad?
Asintió de nuevo sin responderme. Parecía un gesto afirmativo, pero también el asentimiento nervioso de alguien que está pensando.
-¿Y tú de dónde eres? -preguntó.
-Vengo de Sudamérica -dije.
-Es grande ese sitio. ¿Vienes de todo él?
Sus ojos me miraban, penetrantes de nuevo.
Empecé a explicar las circunstancias de mi naci­miento, pero me interrumpió.
-En esto nos parecemos -dijo-. Yo ahora vivo aquí, pero en realidad soy un yaqui de Sonora.
-¡No me diga! Yo soy de . . .
No me dejó terminar.
-Ya sé, ya sé -dijo-. Tú eres quien eres, de donde eres, igual que yo soy un yaqui de Sonora.
Sus ojos relucían y su risa era extremadamente inquietante. Me hizo sentir como si me hubiera atra­pado en una mentira. Experimenté una peculiar sen­sación de culpa. Tuve el sentimiento de que él co­nocía algo que yo no sabía o no quería decir.
Mi extraña incomodidad creció. Debe haberla ad­vertido, porque se puso en pie y me preguntó si quería ir a comer en una fonda del pueblo.
Caminar de regreso a su casa, y luego el viaje en coche al pueblo, me hizo sentirme mejor, pero no me hallaba completamente relajado. De algún modo me sentía amenazado, aunque no podía precisar el motivo.
En la fonda, quise invitarle a una cerveza. Dijo que nunca bebía, ni siquiera cerveza. Reí para mis aden­tros. No le creía; el amigo que nos puso en contacto me había dicho qué "el viejo andaba perdido de borracho casi todo el tiempo". En realidad no me importaba que me mintiera diciendo que no bebía. Me agradaba; había algo muy tranquilizante en su persona.
Debí haber tenido una expresión de duda en el rostro, pues él pasó a explicar que de joven le daba por la bebida, pero que un buen día la había dejado.
-La gente casi nunca se da cuenta de que podemos cortar cualquier cosa de nuestras vidas en cualquier momento, así nomás -chasqueó los dedos.

-¿Piensa usted que uno puede dejar de fumar o de beber así de fácil? -pregunté.
Seguro! -dijo con gran convicción-. El cigarro y la bebida no son nada. Nada en absoluto si quere­mos dejarlos.

En el mundo de un brujo, dejar el cigarro o la bebida son cosas de todos los días, no hay ningún problema, no representan nada. En cambio en el mundo de todos los días hay hasta centros de rehabilitación y casas de encierro para poderlos dejar, muchas veces no se logra.
Don Juan le está diciendo entre líneas a Carlos que para poder saber va a tener que dejar el cigarrito y la bebida.

En ese mismo instante, el agua que hervía en la cafetera hizo un ruido fuerte y vivaz.
 -¡Oye! -exclamó don Juan, con un brillo en los ojos-. El agua hirviendo está de acuerdo conmigo.
Luego añadió, tras una pausa:
-Uno puede recibir acuerdos de todo lo que lo rodea.
En ese momento crucial, la cafetera produjo un gorgoteo verdaderamente obsceno.
Don Juan miró la cafetera y dijo suavemente: "Gracias"; asintió con la cabeza y luego estalló en carcajadas.
Me desconcerté. Su risa era un poco demasiado fuerte, pero yo me divertía genuinamente con todo aquello.
Mi primera sesión propiamente dicha con mi "in­formante" llegó entonces a su fin. Se despidió en la puerta de la fonda. Le dije que tenía que visitar a unos amigos, y que me gustaría verlo de nuevo a fi­nes de la semana siguiente.
-¿Cuándo estará usted en su casa? -pregunté.
Me escudriñó.
-Cuando vengas -repuso.
-No sé exactamente cuándo pueda venir.
-Pues ven y no te preocupes.
-¿Y si usted no está?
-Allí estaré -dijo, sonriendo, y se alejó.
Corrí tras él y le pregunté si podría llevar conmigo una cámara para tomar fotos suyas y de su casa.
-Eso está fuera de cuestión -dijo con el entre­cejo fruncido.
-¿Y una grabadora? ¿Le molestaría?
-Me temo que tampoco de eso hay posibilidad.
Me molesté y empecé a agitarme. Dije que no veía ningún motivo lógico para su rechazo.
 Don Juan movió la cabeza en sentido negativo.
Olvídalo -dijo con fuerza-. Y si todavía quie­res verme, no vuelvas a mencionarlo.
Presenté una débil queja final. Dije que las fotos y las grabaciones eran indispensables para mi trabajo. Él respondió que sólo una cosa era indispensable para todo lo que hacíamos. La llamó "el espíritu".

-No se puede prescindir del espíritu -dijo-. Y tú no lo tienes. Preocúpate de eso y no de tus fotos.

Esta es la profundidad de don Juan, solo el Espíritu es imprescindible, el tener corazón, el unirte al todo, sentirlo. Así la humanidad debería estar preocupada, por recuperar su espíritu, no por sus fotos en el facebook o el twiter y esos servicios donde la gente sube cantidad de tonterías que no sirven para nada, solo para presumir y exhibirse. Todos sin espíritu, todos adormecidos sin ningún sentido de vida, sufriendo, exaltando sus vidas en el alcohol y las drogas, presumiendo el físico, prostituyéndose baratamente. Pero ya lo dijo don Juan aquí, lo que necesitamos es espíritu, no fotitos.

-¿A qué se... ?
Me interrumpió con un ademán y retrocedió algu­nos pasos.
-No te olvides de volver -dijo con suavidad, y agitó la mano en despedida.